Los bizcochos de mi abuela eran los más jugosos del mundo. Tenían un suave aroma a vainilla que me trasladaba sin desearlo a la vieja casa del monte. Allí, en dos tarros de cristal, guardaba aquel polvito amarillo que le ponía a la masa y que luego se expandía mágicamente por toda la vivienda cuando el horno ya pasaba de los 180 grados. Pero el verdadero secreto de los «queques» estaba en los huevos. Eran tan especiales que, cuando la viejita sacaba el molde caliente, tenía que ayudarse de un cuchillo para evitar que se pegara. Le quedaba, al bizcocho, esa capa melosa, tostada y de color canela que tanto me gustaba.
Mi abuela tenía una granja en el campo y vendía sus productos en la ciudad. Cada dos días la veían coger la guagua. Con ella, docenas y docenas de huevos que, sanos y salvos, llegaban a su destino. La tata presumía de que nunca había roto un huevo. Ni siquiera al bajarlos de la guagua. Los manipulaba con tal cuidado que parecía que viajaban entre algodones. Lustrosos, sin una grieta, limpios, perfectos.
La viejita siempre me contaba que había heredado la costumbre de su padre, que también vendía huevos en el mercado de la ciudad. Y de él también había heredado otras cosas. Mi bisabuelo estuvo en Alemania. Allí fue muy joven para ganarse la vida hasta que, por fin, después del forzoso exilio, regresó con sus pertenencias en una maleta gris que aún, después de décadas, lucía brillante y nueva. Ni un roce tenía. Mi abuela la usó hasta el final de su vida y yo aún, la llevo conmigo. Nunca se me ha dañado.
Espero sentada a que llamen para mi vuelo. Hoy no facturo. Llevo el equipaje conmigo. Mientras llega la hora de embarcar, aspiro los olores de la cafetería del aeropuerto. Sandwiches tostado, café …pero nada como el evocador aroma a vainilla de los bizcochos de mi tata.
«…una escapada, merece la pena…»
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Preciosoooooooo….puedo percibir el aroma dulzón, y el cuero liso, tenso y abrillantado de la vieja maleta. Me encantó!!!
Maletas con historias…historias por dentro y por fuera!!! Gracias!!!