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Coronavirus. Llegaste justo de la manera que llegan los imprevistos: jodiendo. Es una palabra fea pero más feo es lo que logras. Inocular el miedo hasta los tuétanos. Te tememos y no te vemos. No hemos sido testigo de tus horribles síntomas, pero haces temblar al más valiente. Miedo a los invisible. Miedo en el ambiente. Miedo al traspasar la puerta. Miedo a contagiar y miedo a ser contagiado. Miedo a tocar el pasamanos. Terror al contacto humano.

coronavirus

La primera semana de confinamiento yo estuve trabajando

Viajar….en tiempos del coronavirus, mejor no

Nunca pensé que tuviera que anular esa escapada que tenía planeada justo para finales de marzo. Era nuestra primera salida en avión juntos. Ahora nos limitamos a ver los pocos aviones que pasan frente a nuestro salón de casa. Viajar se hace impensable pero yo, ilusa de mí, jamás imaginé que fuera a vivir lo que estamos viviendo. Espacio aéreo casi cerrado, hoteles clausurados, turismo cero en unas islas que precisamente viven de este sector, miles de personas al paro. Situación inédita. Una cifra de contagios que no para de subir, fallecidos por un virus que, a priori, no era peor que una gripe. Eso decían. Y un confinamiento que dejó mil proyectos estancados.

coronavirus

La segunda semana, ya en casa, teletrabajando

Confinamiento con un bebé

Mi pequeño empezó a caminar a los 13 meses. Justo cuando el coronavirus nos cerró las puertas de casa con candado y llave de hierro forjado. Se quedaron en la tienda esos zapatitos especiales que mamá quería comprarte para cuando empezaras a andar. Los quería de un determinado tipo, reforzados en el talón y que te dieran estabilidad en tus primeros pasos. Así, de un zarpazo tienes que asumir que todo se frena. Se para. Se anula. A la espera de que pases, bicho malo, de una vez de largo y tus efectos no sean tan duros como prometes.

Imagen de internet

Y parece mentira. Puto coronavirus

Todo me recuerda a una película de las buenas, de las que parecen realidad. Y aunque a veces pienso que estamos ante ciencia ficción, me sacudo la cabeza y vuelvo al momento: es cierto, no es un sueño. Y voy al supermercado con mascarilla y guantes de plástico para evitar que me invada el virus. El virus que no vemos pero que recorre los pasillos del súper y se cuela por las estanterías. Planea sobre las lonchas de pescado y también sobre los filetes de ternera. Y lo sé porque los clientes se miran unos a otros de reojo, no vaya a ser que el virus se manifieste y deje de ser traslúcido. Mantienen una distancia prudencial con pavor. Temblor colectivo si alguien tose o estornuda. Se corre con los carritos de la compra cual bólido, para que no se acumule la gente, para que no se toque la fruta, para no rozarnos ni de casualidad. “Mantengan las distancias de seguridad”, repite constante un altavoz que parece que llega de un planeta desconocido. Ya no nos miramos a los ojos. Ya no se sonríe a nadie por miedo a que el virus entre por la boca o….por los huecos de los oídos.

Planes aparcados

Aparcado aquel vestido que querías comprar en ese centro comercial o en el armario queda ese kimono que encontraste a buen precio y, de momento, no podrás estrenar, esa película que irías a ver en solitario si conseguía canguro, el tattoo que quiero hacerme en mi pie izquierdo, esa cita para cenar que se fue posponiendo de un fin de semana a otro. Aparcados los besos furtivos que no pudiste dar, el amor que quisiste mostrar o los brazos que deseaste estrujar. Los amigos para compartir. Esos cortaditos rápidos. Y esa botella de vino blanco que no llega, y esos prometedores y primaverales primeros días de playa. Y la familia lejos. Y mis sobrinos, pobres, encerrados también allí. Todo aparcado. Un paréntesis que ya parece eterno.

Que feo es es virus…

Y vuelves al desconocido bicho que lo zarandea todo, que deja miles de personas sin trabajo, que va sesgando la vida de los enfermos. Bicho que amenaza la entereza de nuestros mayores, que merma a nuestros sanitarios, que colapsa nuestros hospitales. Que deja colgando de un hilo nuestra economía. Que nos mantiene atentos a las noticias para ver el aumento diario de las cifras de contagios.

Momento para reflexionar tras el coronavirus

Es sin duda un momento para replantearse todo. Desde nuestra forma de vivir hasta nuestra manera de relacionarnos. Nuestra simbiosis con el medioambiente. La naturaleza sigue ahí fuera, tan campante, sin tenernos en cuenta. Marcos y yo miramos los pájaros por la cristalera del balcón cada mañana. Las cotorras de Kramer se han convertido en nuestro mayor entretenimiento. Como se miran, como vuelan, como picotean los nísperos que nadie recoge. Ni las aves, ni la lluvia, ni las plantas de la huerta de enfrente nos piden permiso para seguir adelante. Todo sigue su curso sin nosotros. Las tórtolas canturrean. No les hacemos falta. Casi me atrevería a decir que están aliviados de no tenernos. Ya no los asfixiamos con los humos de nuestros coches, nuestros ruidos y nuestros gritos. Nos sentíamos poderosos en un mundo global y nuestro sistema sanitario ahora está en entredicho. Somos más frágiles que esos mismos pajarillos.

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Trabajando con protección

Mamá gallina

Reflexiono también sobre esta reciente relación con mi chico más pequeño. Ya llevaba yo cierto confinamiento antes de todo esto. El habitual con un bebé, supongo. ¿Seré, sin embargo, capaz de sobrellevar esta reclusión y afianzar esta relación de amor puro, limpio y grande? A veces me lo pregunto. Pues claro que sí. Y él lo está disfrutando de lo lindo. Aunque las rutinas se hayan ido al carajo. Las horas de sueño sean distintas, los llantos más fuertes y la demanda más intensa. Estamos viviendo la reclusión como deberían siempre vivir la mamá y el bebé. Juntos, sin horarios de trabajo, sin el corre corre para la guardería, sin los estrictos minutos para compartir. Reímos juntos. Retoza. Me amasa como si fuera un panadero. Se sube a mi espalda y ahora, todas las noches, quiere dormir conmigo. Mamitis aguda es lo que padecerá cuando todo esto acabe.

¿Con qué me quedo?

Me quedo con las vídeollamadas, con mis vecinos que me tiran la basura y me traen cosas pendientes del supermercado. Con la solidaridad de la gente que me permite seguir creyendo en el ser humano como especie. Y con el esfuerzo titánico de enfermeros, auxiliares, médicos…sanitarios en general. Ya llegará el tiempo de volver a salir, de disfrutar al aire libre, de planear nuevos viajes.

Pero que esto pase de una jodida vez para ir a comprarte, por fin, esos zapatitos.

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Siempre con una sonrisa y verde esperanza

…Y un año después, sigo teniendo miedo…»

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