Los carteros no siempre traen facturas. A veces traen regalos. Ahora, decimos adiós a la Navidad, época de detalles y regalitos. El año empieza, en esta ocasión, el 10 de enero. Y aunque los propósitos que me marco son más bien escasos, por no decir nulos, sí que me planteo retomar viejas costumbres como, por ejemplo, marcar una cita con ustedes, en este sitio, al menos una vez al mes. Ahora viajo poco en avión, apenas lo hago en barco y el tren me queda lejos. Pero mis trayectos hacia dentro siguen siendo frecuentes así que escribiré sobre ellos. No me quedan muchos más viajes sobre los que escribir. Sobre mis reflexiones y sobre lo que me apetezca. Quizá debería renombrar a este blog como «espacio para el viaje interior». Pero voy a dejarlo como está porque, a priori, me parece un tanto pretencioso y además, me suena a coaching del chino.
Les voy a contar algo bonito que me ocurrió recientemente, en Navidad. Fue una anécdota simple pero dulce. Agradable y emocionante. Digna de contar y recordar. Resulta que para el 23 de diciembre esperaba yo un paquete postal con un regalo para mi sobrina. Un paquete que no llegaba a casa y que a mí me constaba que había aterrizado ya en Correos. Pues ese día, y aprovechando una argolla en mi trabajo, me acerco a la oficina central y pregunto por mi regalo. Cual fue mi sorpresa que la responsable me detalla que justo en ese momento el cartero estaba tocando en la puerta de mi casa para entregarlo. » Pero …¡si yo no estoy allí!» le dije. «¿No hay manera de hablar con él?» «No. A un día para Nochebuena, la única opción es que te acerques al barrio y lo busques. Irá perfectamente identificado». Contestó la funcionaria. Claro, pensé en ese momento. Motocicleta amarilla, uniforme amarillo. Un cartero de Correos. En la segunda ciudad más grande de la isla de Tenerife. Seguro que lo iba a encontrar en una jornada ajetreada como aquella, con los fogones echando fuego y el corre corre de las compras de última hora. Más bien sería el juego del gato y el ratón. Pero quien me conoce sabe que soy empecinada y, con la complicidad de mi compañero de trabajo, fuimos en busca del cartero de Correos y del regalo para mi sobrina.
Nos dirigíamos hacia el barrio cuando, en la distancia, vimos a un motociclista amarillo que venía hacia nosotros. De lejos atisbamos que era un trabajador de Correos y cuando casi nos cruzamos le gritamos: «¿Tiene un paquete para Lidiaaaaa?». El chico frenó y, extrañado, nos miraba como quien mira a quien le está gastando una broma. Cuando llegamos a su altura le explicamos pero,… oh! no! Mala suerte. No era ese cartero. «Vete hacia la parte alta del barrio. Aún está por la zona y seguro que te dará el regalo sin problemas» me indicó.
Y así lo hicimos. Empezamos a callejear por una cuadrícula perfecta de calles que entraban y salían por la zona de Las Nieves hasta que dimos, en una callejuela empinada y perdida, con una moto amarilla, aparcada fuera de un edificio. Ufff. Esta vez sí. Logramos el objetivo, dimos con el regalo. Cuando el cartero bajó, papeles en manos y nos vio esperando se quedó expectante. «Es que resulta que estoy buscándote porque espero un paquete postal y no estaba en casa y…». «No…espera» me dijo. «Somos cuatro los carteros que repartimos en este barrio y no soy yo». Vaya. Ahora sí. Punto y final a la historia del regalo.
Mis esperanzas de poder hacerme con el regalo que tenía que ser entregado en Nochebuena se desvanecían de un plumazo. Hice todo lo que pude. Otra vez será. Y mientras yo asumía el fracaso, el cartero añadió: «Vas a tener suerte porque acabo de quedar con un compañero que también viene en moto y que, quizás, sea la persona que buscas. Espera aquí». Y eso hicimos hasta que, desde el final de la calle, comenzó a subir lentamente otra segunda motocicleta amarilla. Aparcó con cierto estupor, y después de contarle el mismo rollo me contesta: «No tengo el paquete pero sí soy yo tu cartero». «Vamos conmigo que lo tengo en un buzón de la plaza del barrio de Finca España«.
Y así, escoltados por dos motoristas de Correos llegamos al lugar, sacó la llave del buzón, y extrajo el anhelado regalo. Me faltaron palabras de agradecimiento para los trabajadores de Correos en La Laguna. Mi sobrina tuvo su regalo gracias a su amabilidad, a la complicidad de mi compañero que conducía, y a mi empeño obstinado de perseguir, la víspera de Nochebuena, a todos los carteros, vestidos de amarillo, que vieran mis ojos.
Justo después de este momento nos tomábamos un café y reflexionaba sobre lo qué es la Navidad para mí. Navidad es esforzarte por cumplir con el deseo de alguien que espera aunque no lo sepa, Navidad es no perder tu propia ilusión y evitar que el desánimo de los demás se te pegue como un chicle. Es algo que va más allá de las compras, de las luces, los fuegos de artificio, las fotos bonitas de Instagram y de toda la parafernalia que se monta alrededor y que te obliga a cumplir con el protocolo establecido. Antes de nacer mi hijo, siempre me veía buscando regalos, encargos imposibles y juguetes que estaban agotados. Era extenuante pero siempre lo conseguía. Y ese era el regalo. Lograr la sonrisa de quien lo esperaba o lo pedía. Este año, ha vuelto a ocurrir la magia.
Acabo prácticamente de recoger todos los adornos navideños. Cada vez son más y cada vez tengo menos espacio en el que almacenar tanto arretranco. Se acaban las cortas vacaciones de invierno y me dispongo a arrancar, no de forma oficial pero sí en la práctica, este nuevo año par, el 2022. Un año que nuevamente estará marcado por la pandemia de la covid y sus múltiples variantes. En lo personal seguimos en la brega diaria que supone un niño pequeño y las dificultades que implica esta enfermedad y sus continuas restricciones. Nosotros seguimos creciendo y acumulando experiencias bonitas como la de los carteros de Correos. Mis mejores deseos e ilusión para todos ustedes en este año que empieza.
«…que nos dure la ilusión todo el año…»
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